Comparto contigo 7 homilías para funeral que pueden ayudar, reconfortar e inspirar tu sermón en la celebración de paso a la otra vida.
Mis predicaciones no pretenden ser una fuente de autoridad, solo una ayuda compartida para que pueda ayudar a otros a crear sus propias pláticas.
La Promesa de Vida Eterna
- Evangelio: Juan 11:25-26 – «Yo soy la resurrección y la vida.»
- Salmo: Salmo 23:4 – «Aunque pase por el valle tenebroso, no temo ningún mal, porque tú estás conmigo.»
- Antiguo Testamento: Isaías 41:10 – «No temas, porque yo estoy contigo; no te desalientes, porque yo soy tu Dios.»
Queridos hermanos y hermanas, nos hemos reunido hoy para despedir a nuestro hermano (o hermana) N., que ha partido de este mundo para encontrarse con el Señor. En este momento de dolor y de esperanza, escuchemos la palabra de Dios que nos consuela y nos fortalece.
En el evangelio que hemos proclamado, Jesús se presenta como la resurrección y la vida. Él le dice a Marta, la hermana de Lázaro, que ha muerto: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11,25-26). Estas palabras son una promesa de vida eterna para todos los que creen en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, que murió y resucitó por nosotros. Jesús no solo habla de la vida eterna, sino que la demuestra con su poder, al resucitar a Lázaro de entre los muertos.
Esta promesa de vida eterna es el fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza. Nosotros creemos que Jesús es el Señor de la vida y de la muerte, y que él tiene el poder de dar la vida a los que han muerto. Nosotros esperamos que él nos resucite a nosotros también, y nos lleve a la casa del Padre, donde nos espera un lugar preparado para nosotros. Allí podremos contemplar su rostro y gozar de su presencia para siempre.
Pero esta promesa de vida eterna no es solo para el futuro, sino que también se realiza en el presente. Jesús dice: «Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás». Esto significa que el que cree en Jesús ya tiene la vida eterna, aunque todavía tenga que pasar por la muerte física. La vida eterna es la comunión con Dios, que empieza aquí en la tierra, por la gracia del Espíritu Santo, y que se consuma en el cielo, por la gloria de la visión beatífica. La vida eterna es la plenitud de la vida, la vida abundante, la vida verdadera, la vida feliz.
Nuestro hermano (o hermana) N. creyó en Jesús y vivió en comunión con él. Por eso, podemos estar seguros de que él (o ella) ya tiene la vida eterna, y que solo le falta el paso final de la resurrección de la carne. No lo (o la) hemos perdido (o perdida), sino que lo (o la) hemos adelantado (o adelantada) en el camino hacia el cielo. Él (o ella) nos espera allí, junto con todos los santos y los ángeles, y nos anima a seguir su ejemplo de fe y de amor.
En el salmo que hemos rezado, hemos expresado nuestra confianza en el Señor, que es nuestro pastor y nuestro guía. Él nos dice: «Aunque pase por el valle tenebroso, no temo ningún mal, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden confianza» (Sal 23,4). El valle tenebroso es la imagen de la muerte, que nos causa miedo y angustia. Pero el Señor nos acompaña en ese momento, y nos da su fuerza y su consuelo. Él nos conduce por sendas de justicia, y nos prepara una mesa ante nuestros enemigos. Él nos unge con su óleo, y hace rebosar nuestra copa. Él nos hace habitar en su casa, y nos colma de bondad y de misericordia.
Nuestro hermano (o hermana) N. pasó por el valle tenebroso, pero no lo (o la) hizo solo (o sola), sino que el Señor lo (o la) acompañó y lo (o la) sostuvo. El Señor le dio su paz y su alegría, y lo (o la) libró de todo mal. El Señor lo (o la) condujo a su morada, y lo (o la) acogió en su seno. El Señor lo (o la) ungió con su Espíritu, y lo (o la) hizo partícipe de su gloria. El Señor lo (o la) hizo habitar en su casa, y lo (o la) colmó de bondad y de misericordia.
En la primera lectura que hemos escuchado, el profeta Isaías nos transmite la palabra de Dios, que nos anima y nos conforta. Él nos dice: «No temas, porque yo estoy contigo; no te desalientes, porque yo soy tu Dios. Te fortaleceré y te ayudaré; te sostendré con mi diestra victoriosa» (Is 41,10). Estas palabras son una promesa de fidelidad y de protección de Dios, que no nos abandona ni nos deja solos. Él es nuestro Dios, y nosotros somos su pueblo. Él es nuestro Padre, y nosotros somos sus hijos. Él es nuestro Salvador, y nosotros somos sus redimidos.
Nuestro hermano (o hermana) N. no temió ni se desalentó, porque sabía que Dios estaba con él (o ella). Él (o ella) confió en Dios, y Dios lo (o la) fortaleció, y lo (o la) ayudó. Él (o ella) se apoyó en Dios, y Dios lo (o la) sostuvo con su mano victoriosa. Él (o ella) reconoció a Dios como su Dios, y Dios lo (o la) reconoció como su hijo (o hija). Él (o ella) se entregó a Dios como su Salvador, y Dios lo (o la) salvó por su gracia.
Queridos hermanos y hermanas, la palabra de Dios que hemos escuchado nos invita a renovar nuestra fe y nuestra esperanza en la promesa de vida eterna que nos ha hecho Jesús. Él es la resurrección y la vida, y el que cree en él, aunque muera, vivirá. Él es el pastor y el guía, y el que lo sigue, no teme ningún mal. Él es el Dios y el Padre, y el que se fía de él, no se desalienta.
Pidamos al Señor que nos conceda la gracia de vivir como hijos suyos, en comunión con él y con los hermanos, y de morir como testigos suyos, en esperanza y en amor. Pidamos también al Señor que tenga misericordia de nuestro hermano (o hermana) N., que lo (o la) perdone de sus pecados, que lo (o la) purifique de sus culpas, que lo (o la) resucite a la vida eterna, y que lo (o la) haga feliz en su reino. Amén.
El Consuelo en el Amor Divino
- Evangelio: Mateo 5:4 – «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.»
- Salmo: Salmo 34:18 – «Cercano está el Señor a los que tienen quebrantado el corazón.»
- Antiguo Testamento: Salmos 30:5 – «Por la noche durará el llanto, pero a la mañana vendrá la alegría.»
Queridos hermanos y hermanas, nos hemos reunido hoy para despedir a nuestro hermano (o hermana) N., que ha partido de este mundo para encontrarse con el Señor. En este momento de dolor y de esperanza, escuchemos la palabra de Dios que nos consuela y nos fortalece.
En el evangelio que hemos proclamado, Jesús nos llama bienaventurados, es decir, felices, a los que lloramos, porque seremos consolados. Él sabe que el llanto es una expresión natural de nuestra tristeza y de nuestra aflicción ante la pérdida de un ser querido. Él mismo lloró ante la tumba de su amigo Lázaro, y se compadeció de la viuda de Naín que llevaba a enterrar a su hijo único. Jesús no nos pide que reprimamos nuestro llanto, sino que lo ofrezcamos a él, que es el consolador por excelencia. Él nos promete que nos secará las lágrimas, y que nos dará su paz y su alegría.
Esta promesa de consuelo se basa en el amor divino, que es más fuerte que la muerte. Jesús nos ama con un amor infinito, que lo llevó a entregar su vida por nosotros en la cruz, y a resucitar al tercer día, venciendo al pecado y a la muerte. Jesús nos ama con un amor personal, que lo lleva a conocer y a llamar por su nombre a cada uno de nosotros, y a prepararnos un lugar en su casa. Jesús nos ama con un amor fiel, que no nos abandona nunca, ni siquiera en los momentos más oscuros y difíciles de nuestra vida.
Nuestro hermano (o hermana) N. experimentó el amor de Jesús en su vida, y respondió a ese amor con su fe y su entrega. Por eso, podemos estar seguros de que Jesús lo (o la) ha acogido en sus brazos, y lo (o la) ha consolado con su presencia. Jesús lo (o la) ha llevado a la patria celestial, donde no hay más llanto, ni dolor, ni sufrimiento, sino solo gozo y paz. Jesús lo (o la) ha hecho partícipe de su gloria, y lo (o la) ha llenado de su amor.
En el salmo que hemos rezado, hemos expresado nuestra confianza en el Señor, que está cerca de los que tienen quebrantado el corazón. Él nos dice: “Cercano está el Señor a los que tienen quebrantado el corazón, y salva a los de espíritu abatido” (Sal 34,18). El Señor no está lejos de nosotros, sino que se hace presente en medio de nuestro dolor, y nos acompaña con su ternura y su compasión. Él nos escucha cuando lo invocamos, y nos responde con su palabra y con su acción. Él nos salva de la angustia y de la desesperación, y nos infunde su esperanza y su consuelo.
Nuestro hermano (o hermana) N. sintió la cercanía del Señor en su corazón, y se refugió en él como su roca y su salvación. Él (o ella) clamó al Señor en sus necesidades, y el Señor lo (o la) escuchó y lo (o la) socorrió. Él (o ella) se abandonó al Señor en su voluntad, y el Señor lo (o la) guió y lo (o la) bendijo. Él (o ella) alabó al Señor con su boca, y el Señor lo (o la) llenó de su gracia y de su bondad.
En la primera lectura que hemos escuchado, el salmista nos habla de la alternancia del llanto y de la alegría en la vida del creyente. Él nos dice: “Por la noche durará el llanto, pero a la mañana vendrá la alegría” (Sal 30,5). Estas palabras nos recuerdan que la vida es un camino que tiene sus momentos de luz y de sombra, de gozo y de dolor, de vida y de muerte. Pero también nos recuerdan que Dios está al control de todo, y que él puede cambiar nuestra suerte, y transformar nuestro luto en danza, y nuestro duelo en júbilo.
Nuestro hermano (o hermana) N. vivió con confianza y con paciencia los altibajos de su vida, sabiendo que Dios estaba con él (o ella), y que todo cooperaba para su bien. Él (o ella) aceptó con humildad y con gratitud los dones y las pruebas que Dios le enviaba, y los ofreció como un sacrificio agradable a sus ojos. Él (o ella) esperó con firmeza y con alegría el día en que Dios le daría la victoria definitiva sobre el mal y la muerte, y le haría entrar en su gozo eterno.
Queridos hermanos y hermanas, la palabra de Dios que hemos escuchado nos invita a renovar nuestra fe y nuestra esperanza en el consuelo que nos da el amor divino. Él es el que nos llama bienaventurados, porque seremos consolados. Él es el que está cerca de los que tienen quebrantado el corazón, y los salva. Él es el que cambia nuestro llanto en alegría, y nuestra muerte en vida.
Pidamos al Señor que nos conceda la gracia de vivir como hijos suyos, en comunión con él y con los hermanos, y de morir como testigos suyos, en esperanza y en amor. Pidamos también al Señor que tenga misericordia de nuestro hermano (o hermana) N., que lo (o la) perdone de sus pecados, que lo (o la) purifique de sus culpas, que lo (o la) consuele con su amor, y que lo (o la) haga feliz en su reino. Amén.
Esperanza en Medio de la Aflicción
- Evangelio: Juan 14:1-3 – «En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Si no fuera así, ya se lo habría dicho a ustedes. Voy a prepararles un lugar.»
- Salmo: Salmo 27:1 – «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?»
- Antiguo Testamento: Job 19:25-26 – «Yo sé que mi Redentor vive.»
Estimados hermanos y hermanas en Cristo, hoy nos reunimos para celebrar la Eucaristía, el memorial de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, que nos da la esperanza de la vida eterna. Hoy también queremos recordar a nuestros seres queridos que han partido de este mundo, y que esperamos que estén gozando de la presencia de Dios en su casa celestial. Sabemos que la muerte es una realidad dolorosa, que nos llena de tristeza y aflicción, pero también sabemos que no es el final, sino el comienzo de una nueva vida, una vida plena y definitiva, una vida que no tiene fin.
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos habla de esta esperanza que nos sostiene en medio de la aflicción. En el Evangelio, Jesús nos dice: “En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Si no fuera así, ya se lo habría dicho a ustedes. Voy a prepararles un lugar.” (Juan 14:2). Estas palabras son una promesa de amor, una promesa de que Jesús nos quiere tanto que nos ha reservado un lugar en el cielo, junto a Él y al Padre. Jesús nos invita a confiar en Él, a creer en su palabra, a seguir su camino, a vivir su verdad, a compartir su vida. Él es el camino, la verdad y la vida (Juan 14:6). Él es el único que nos puede llevar al Padre, el único que nos puede dar la paz, el único que nos puede dar la esperanza.
En el Salmo, el salmista nos dice: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Salmo 27:1). Estas palabras son una expresión de fe, una fe que nos ilumina y nos salva, una fe que nos libera del temor y de la angustia, una fe que nos hace confiar en el Señor, que es nuestro refugio, nuestra fortaleza, nuestro auxilio. El salmista nos invita a buscar el rostro del Señor, a contemplar su belleza, a escuchar su voz, a esperar su bondad, a permanecer en su presencia. Él es nuestra luz y nuestra salvación, Él es nuestro consuelo y nuestra alegría, Él es nuestra esperanza y nuestra vida.
En el Antiguo Testamento, Job nos dice: “Yo sé que mi Redentor vive.” (Job 19:25). Estas palabras son una manifestación de esperanza, una esperanza que nace de la experiencia del sufrimiento, una esperanza que se aferra a la certeza de que Dios es fiel, una esperanza que se proyecta hacia el futuro, hacia la resurrección. Job nos muestra que, a pesar de las pruebas, de las pérdidas, de las acusaciones, de las dudas, de las quejas, de las lágrimas, no hay que perder la esperanza, sino mantenerla viva, porque Dios no nos abandona, sino que nos acompaña, nos sostiene, nos redime, nos resucita. Él es nuestro Redentor, Él es nuestro Salvador, Él es nuestra esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, estas tres lecturas nos revelan el misterio de la esperanza cristiana, una esperanza que no se basa en ilusiones humanas, sino en la realidad divina, una esperanza que no se apoya en nuestras fuerzas, sino en la gracia de Dios, una esperanza que no se desvanece con el tiempo, sino que se renueva con la eternidad. Esta esperanza es un don de Dios, un regalo de su amor, una semilla de su Reino, una anticipación de su gloria. Esta esperanza es la que nos anima a vivir con sentido, con alegría, con amor, con fe. Esta esperanza es la que nos impulsa a orar por nuestros difuntos, a encomendarlos a la misericordia de Dios, a ofrecer por ellos el sacrificio eucarístico, a esperar el día del reencuentro definitivo.
Que el Señor nos conceda a todos esta esperanza, que nos llene de paz y de consuelo, que nos fortalezca en la prueba y en la aflicción, que nos haga testigos de su resurrección y de su vida. Amén.
Fe en la Vida Eterna
- Evangelio: Juan 3:16 – «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.»
- Salmo: Salmo 116:15 – «Estimada es a los ojos del Señor la muerte de sus fieles.»
- Antiguo Testamento: Eclesiastés 3:1-2 – «Hay un tiempo determinado para todo, un tiempo para nacer y un tiempo para morir.»
Queridos hermanos y hermanas, nos hemos reunido hoy para despedir a nuestro hermano (o hermana) N., que ha partido de este mundo para encontrarse con el Señor. En este momento de dolor y de esperanza, escuchemos la palabra de Dios que nos consuela y nos fortalece.
En el evangelio que hemos proclamado, Jesús nos revela el misterio del amor de Dios, que es la fuente de la vida eterna. Él nos dice: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Estas palabras son una buena noticia, una buena nueva, un evangelio, que nos llena de alegría y de esperanza. Dios nos ama tanto, que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, para que tengamos la vida y la tengamos en abundancia. Dios nos ama tanto, que nos ofrece la posibilidad de participar de su vida divina, que es eterna e inmutable. Dios nos ama tanto, que nos invita a creer en su Hijo, que es el camino, la verdad y la vida, y que nos conduce al Padre.
Esta fe en la vida eterna es el fundamento de nuestra esperanza y de nuestra alegría. Nosotros creemos que Dios nos ha creado por amor y para el amor, y que nos ha destinado a una felicidad sin fin. Nosotros creemos que Jesús ha vencido al pecado y a la muerte con su pasión, muerte y resurrección, y que nos ha abierto las puertas del cielo. Nosotros creemos que el Espíritu Santo nos ha dado la vida nueva del bautismo, y que nos ha hecho hijos de Dios y herederos de su gloria. Nosotros creemos que la Iglesia es la familia de Dios, y que nos acompaña en nuestra peregrinación hacia la patria celestial. Nosotros creemos que María es nuestra madre y nuestra reina, y que nos protege y nos intercede con su amor maternal.
Nuestro hermano (o hermana) N. vivió con fe y con amor, y se dejó guiar por el Espíritu Santo. Por eso, podemos estar seguros de que Dios lo (o la) ha acogido en su seno, y le ha dado la corona de la vida. Dios lo (o la) ha hecho partícipe de su vida eterna, y lo (o la) ha llenado de su amor. Dios lo (o la) ha hecho miembro de su Iglesia triunfante, y lo (o la) ha reunido con todos los santos y los ángeles.
En el salmo que hemos rezado, hemos expresado nuestra confianza en el Señor, que es el dueño de la vida y de la muerte. Él nos dice: “Estimada es a los ojos del Señor la muerte de sus fieles” (Sal 116,15). El Señor no se complace en la muerte de nadie, sino que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Pero el Señor sabe que la muerte es el paso necesario para entrar en la vida eterna, y que es el momento en que se manifiesta su poder y su misericordia. El Señor valora la muerte de sus fieles, porque es el testimonio de su fidelidad y de su amor. El Señor acoge la muerte de sus fieles, porque es el encuentro definitivo con él, que es la fuente de la vida.
Nuestro hermano (o hermana) N. fue fiel al Señor hasta el final, y lo amó con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente. Por eso, podemos estar seguros de que el Señor lo (o la) ha valorado y lo (o la) ha premiado. El Señor lo (o la) ha acogido en su reino, y le ha dicho: “Ven, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25,21). El Señor lo (o la) ha abrazado con su amor, y le ha dicho: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). El Señor lo (o la) ha hecho ver su rostro, y le ha dicho: “Bienvenido, hijo mío” (Lc 15,24).
En la primera lectura que hemos escuchado, el autor del libro del Eclesiastés nos habla de la sabiduría de reconocer los tiempos y los momentos de la vida. Él nos dice: “Hay un tiempo determinado para todo, un tiempo para nacer y un tiempo para morir” (Ecl 3,1-2). Estas palabras nos recuerdan que la vida es un don de Dios, que él nos da y nos quita según su voluntad. No somos dueños de nuestra vida, sino administradores y responsables de ella. No podemos alargar ni acortar nuestra vida, sino aceptarla y aprovecharla. No podemos evitar ni adelantar nuestra muerte, sino prepararnos y confiarnos.
Nuestro hermano (o hermana) N. supo vivir con sabiduría y con gratitud, reconociendo la mano de Dios en su vida. Él (o ella) aceptó con humildad y con obediencia el tiempo que Dios le dio para nacer y para morir. Él (o ella) aprovechó con generosidad y con diligencia el tiempo que Dios le dio para amar y para servir. Él (o ella) se preparó con fe y con esperanza el tiempo que Dios le dio para encontrarse con él y para gozar de él.
Queridos hermanos y hermanas, la palabra de Dios que hemos escuchado nos invita a renovar nuestra fe y nuestra esperanza en la vida eterna que nos ha prometido Dios. Él es el que nos ama tanto, que nos dio a su Hijo, para que tengamos vida eterna. Él es el que estima la muerte de sus fieles, y los acoge en su reino. Él es el que determina el tiempo para todo, y nos llama a su encuentro.
Pidamos al Señor que nos conceda la gracia de vivir como hijos suyos, en comunión con él y con los hermanos, y de morir como testigos suyos, en esperanza y en amor. Pidamos también al Señor que tenga misericordia de nuestro hermano (o hermana) N., que lo (o la) perdone de sus pecados, que lo (o la) purifique de sus culpas, que lo (o la) haga partícipe de su vida eterna, y que lo (o la) haga feliz en su reino. Amén.
El Descanso Eterno en Dios
- Evangelio: Mateo 11:28 – «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso.»
- Salmo: Salmo 121:7-8 – «El Señor te guardará de todo mal, él cuidará tu vida. El Señor cuidará tu entrada y tu salida, desde ahora y para siempre.»
- Antiguo Testamento: Salmo 90:1-2 – «Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.»
Estimados hermanos y hermanas en Cristo, hoy nos reunimos para celebrar la Eucaristía, el sacramento que nos une a la vida eterna de Dios. Hoy también queremos recordar a nuestros seres queridos que han partido de este mundo, y que confiamos que están en las manos de Dios, que los ama con amor infinito. Sabemos que la muerte es una realidad que nos duele, que nos angustia, que nos cuestiona, pero también sabemos que no es el final, sino el paso a una vida nueva, una vida plena y definitiva, una vida que no tiene fin.
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos habla de este descanso eterno en Dios que nos espera y nos consuela. En el Evangelio, Jesús nos dice: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso.” (Mateo 11:28). Estas palabras son una invitación de amor, una invitación de que Jesús nos quiere tanto que nos ofrece aliviar nuestras cargas, nuestras penas, nuestras preocupaciones. Jesús nos invita a acudir a Él, a confiar en su poder, a aceptar su yugo, a aprender de su mansedumbre, a encontrar su paz. Él es el Buen Pastor, Él es el Pan de Vida, Él es el Descanso Eterno.
En el Salmo, el salmista nos dice: “El Señor te guardará de todo mal, él cuidará tu vida. El Señor cuidará tu entrada y tu salida, desde ahora y para siempre.” (Salmo 121:7-8). Estas palabras son una expresión de seguridad, una seguridad que nos asegura que Dios nos protege, nos acompaña, nos bendice, en todo momento y en todo lugar. El salmista nos invita a elevar nuestra mirada al Señor, a reconocer su ayuda, a agradecer su bondad, a esperar su fidelidad, a alabar su nombre. Él es nuestro auxilio, Él es nuestro guardián, Él es nuestro descanso.
En el Antiguo Testamento, el salmista nos dice: “Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.” (Salmo 90:1-2). Estas palabras son una manifestación de confianza, una confianza que nace de la experiencia de la historia, una confianza que se aferra a la certeza de que Dios es eterno, una confianza que se proyecta hacia el futuro, hacia la vida eterna. El salmista nos muestra que, a pesar de los cambios, de las dificultades, de las tentaciones, de las caídas, de las crisis, no hay que perder la confianza, sino mantenerla viva, porque Dios no cambia, sino que permanece, Dios no falla, sino que cumple, Dios no muere, sino que vive. Él es nuestro refugio, Él es nuestro creador, Él es nuestro descanso.
Queridos hermanos y hermanas, estas tres lecturas nos revelan el misterio del descanso eterno en Dios, un descanso que no se basa en la inacción o el aburrimiento, sino en la comunión y el gozo, un descanso que no se apoya en nuestras obras, sino en la gracia de Dios, un descanso que no se desvanece con el tiempo, sino que se renueva con la eternidad. Este descanso es un don de Dios, un regalo de su amor, una semilla de su Reino, una anticipación de su gloria. Este descanso es el que nos anima a vivir con sentido, con alegría, con amor, con fe. Este descanso es el que nos impulsa a orar por nuestros difuntos, a encomendarlos a la misericordia de Dios, a ofrecer por ellos el sacrificio eucarístico, a esperar el día del reencuentro definitivo.
Que el Señor nos conceda a todos este descanso, que nos llene de paz y de consuelo, que nos fortalezca en la prueba y en la aflicción, que nos haga testigos de su resurrección y de su vida. Amén.
La Luz que Perdura
- Evangelio: Juan 8:12 – «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.»
- Salmo: Salmo 139:11-12 – «Aun la oscuridad no es oscura para ti; la noche brilla como el día, la oscuridad es tan clara como la luz.»
- Antiguo Testamento: Salmos 27:1 – «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?»
Queridos hermanos y hermanas, nos hemos reunido hoy para despedir a nuestro hermano (o hermana) N., que ha partido de este mundo para encontrarse con el Señor. En este momento de dolor y de esperanza, escuchemos la palabra de Dios que nos consuela y nos fortalece.
En el evangelio que hemos proclamado, Jesús nos revela su identidad y su misión como la luz del mundo. Él nos dice: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Estas palabras son una invitación a seguir a Jesús, que es el que ilumina nuestro camino y nos da sentido a nuestra existencia. Jesús es la luz que disipa las tinieblas del pecado, del error, de la ignorancia, de la tristeza y de la muerte. Jesús es la luz que nos hace ver la verdad, el bien, la belleza, la alegría y la vida. Jesús es la luz que nos hace hijos de Dios y hermanos entre nosotros.
Esta luz que nos ofrece Jesús es un don que debemos acoger con fe y con amor. No podemos permanecer indiferentes o cerrados ante la luz de Jesús, que quiere entrar en nuestra vida y transformarla. No podemos preferir las tinieblas a la luz, porque eso nos llevaría a la perdición y a la condenación. No podemos ocultar la luz de Jesús, sino que debemos compartirla y testimoniarla con nuestra palabra y con nuestra obra.
Nuestro hermano (o hermana) N. acogió la luz de Jesús en su vida, y la reflejó con su fe y con su bondad. Por eso, podemos estar seguros de que Jesús lo (o la) ha recibido en su reino, y le ha dado la luz de la gloria. Jesús lo (o la) ha hecho partícipe de su luz eterna, y lo (o la) ha llenado de su amor. Jesús lo (o la) ha hecho miembro de su Iglesia luminosa, y lo (o la) ha reunido con todos los santos y los ángeles.
En el salmo que hemos rezado, hemos expresado nuestra confianza en el Señor, que es el que ve y conoce todo, incluso lo que está oculto a nuestros ojos. Él nos dice: “Aun la oscuridad no es oscura para ti; la noche brilla como el día, la oscuridad es tan clara como la luz” (Sal 139,11-12). El Señor no se deja engañar por las apariencias, sino que penetra en lo profundo de nuestro ser, y nos ama tal como somos. El Señor no se aparta de nosotros, sino que está siempre presente y cercano, incluso en los momentos más difíciles y oscuros. El Señor no nos deja en la oscuridad, sino que nos ilumina con su palabra y con su acción.
Nuestro hermano (o hermana) N. se dejó ver y conocer por el Señor, y se abrió a su amor y a su voluntad. Él (o ella) se sintió acompañado y sostenido por el Señor, y se refugió en él como su roca y su refugio. Él (o ella) se dejó iluminar y guiar por el Señor, y siguió sus pasos y sus mandamientos. Él (o ella) alabó y agradeció al Señor con su corazón, y le ofreció su vida como un sacrificio agradable a sus ojos.
En la primera lectura que hemos escuchado, el salmista nos habla de la confianza y el valor que nos da el Señor, que es nuestra luz y nuestra salvación. Él nos dice: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal 27,1). Estas palabras nos recuerdan que el Señor es el que nos libra de todo mal y de todo peligro, y que nos da la seguridad y la paz. El Señor es el que nos defiende de nuestros enemigos y de nuestros adversarios, y que nos da la victoria y el triunfo. El Señor es el que nos invita a su casa y a su mesa, y que nos da la alegría y el consuelo.
Nuestro hermano (o hermana) N. confió en el Señor, y no temió ningún mal. Él (o ella) se encomendó al Señor, y no se dejó vencer por el mal. Él (o ella) buscó al Señor, y no se apartó de su presencia. Él (o ella) esperó en el Señor, y no se desanimó por las dificultades. Él (o ella) amó al Señor, y no se separó de su amor.
Queridos hermanos y hermanas, la palabra de Dios que hemos escuchado nos invita a renovar nuestra fe y nuestra esperanza en la luz que nos da Jesús, que es la luz del mundo. Él es el que nos sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Él es el que ve y conoce todo, incluso lo que está oculto a nuestros ojos. Él es el que es nuestra luz y nuestra salvación, y el que nos libra de todo mal.
Pidamos al Señor que nos conceda la gracia de vivir como hijos de la luz, en comunión con él y con los hermanos, y de morir como testigos de la luz, en esperanza y en amor. Pidamos también al Señor que tenga misericordia de nuestro hermano (o hermana) N., que lo (o la) perdone de sus pecados, que lo (o la) purifique de sus culpas, que lo (o la) haga partícipe de su luz eterna, y que lo (o la) haga feliz en su reino. Amén.
La Esperanza en la Resurrección
- Evangelio: Juan 6:40 – «Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.»
- Salmo: Salmo 16:11 – «Me mostrarás la senda de la vida, en tu presencia hay plenitud de gozo.»
- Antiguo Testamento: Daniel 12:2 – «Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, otros para vergüenza y confusión perpetua.»
Estimados hermanos y hermanas en Cristo, hoy nos reunimos para celebrar la Eucaristía, el sacramento que nos une a la vida eterna de Dios. Hoy también queremos recordar a nuestros seres queridos que han partido de este mundo, y que confiamos que están en las manos de Dios, que los ama con amor infinito. Sabemos que la muerte es una realidad que nos duele, que nos angustia, que nos cuestiona, pero también sabemos que no es el final, sino el paso a una vida nueva, una vida plena y definitiva, una vida que no tiene fin.
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos habla de esta esperanza en la resurrección que nos anima y nos consuela. En el Evangelio, Jesús nos dice: “Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.” (Juan 6:40). Estas palabras son una promesa de amor, una promesa de que Dios nos quiere tanto que nos ha dado la vida eterna en su Hijo, que ha vencido a la muerte con su resurrección. Jesús nos invita a creer en Él, a mirarle con fe, a seguirle con amor, a vivir en comunión con Él, a participar de su misión. Él es el Hijo de Dios, Él es el Pan de Vida, Él es la Resurrección y la Vida.
En el Salmo, el salmista nos dice: “Me mostrarás la senda de la vida, en tu presencia hay plenitud de gozo.” (Salmo 16:11). Estas palabras son una expresión de alegría, una alegría que nos llena cuando descubrimos el camino que Dios nos muestra, el camino que nos lleva a su presencia, donde hay plenitud de gozo. El salmista nos invita a confiar en el Señor, a reconocer su protección, a agradecer su bendición, a esperar su promesa, a alabar su bondad. Él es nuestro Señor, Él es nuestro bien, Él es nuestra vida.
En el Antiguo Testamento, el profeta Daniel nos dice: “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, otros para vergüenza y confusión perpetua.” (Daniel 12:2). Estas palabras son una revelación de esperanza, una esperanza que nos abre el horizonte de la vida eterna, una esperanza que nos llama a la conversión, a la fidelidad, a la santidad. El profeta Daniel nos muestra que, al final de los tiempos, habrá una resurrección de los muertos, y que cada uno recibirá según sus obras, según su amor a Dios y al prójimo. Él es el Juez, Él es el Rey, Él es nuestra esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, estas tres lecturas nos revelan el misterio de la esperanza en la resurrección, una esperanza que no se basa en ilusiones humanas, sino en la realidad divina, una esperanza que no se apoya en nuestras fuerzas, sino en la gracia de Dios, una esperanza que no se desvanece con el tiempo, sino que se renueva con la eternidad. Esta esperanza es un don de Dios, un regalo de su amor, una semilla de su Reino, una anticipación de su gloria. Esta esperanza es la que nos anima a vivir con sentido, con alegría, con amor, con fe. Esta esperanza es la que nos impulsa a orar por nuestros difuntos, a encomendarlos a la misericordia de Dios, a ofrecer por ellos el sacrificio eucarístico, a esperar el día del reencuentro definitivo.
Que el Señor nos conceda a todos esta esperanza, que nos llene de paz y de consuelo, que nos fortalezca en la prueba y en la aflicción, que nos haga testigos de su resurrección y de su vida. Amén.
Soy Leonardo A. González, creo firmemente que todos merecen conocer la belleza y la sabiduría que se encuentran en la Biblia, y estoy comprometido en difundir ese mensaje de amor y esperanza a través de mis escritos.